Recuerdo cada detalle del momento en el que nos conocimos. Fue en la primera reunión de vecinos de la comunidad. Éramos todos nuevos, así que todo eran presentaciones, tanteos, que no tientos, y miradas de observación. Casi todos, gente joven (es que yo a los de mi edad los considero gente joven). Cada uno iba interpretando histriónicamente su papel como tarjeta de visita. Iban despuntando los líderes, los graciosillos, los polémicos, los pusilánimes. Por supuesto, los ausentes. Incluso creí detectar a algún moroso entre la concurrencia. Eso, hasta que apareciste. En ese momento todo se difuminó, hasta las voces, y se abrió un túnel directo entre tus ojos y los míos. Nunca te había visto. No habíamos coincidido ni en el portal, ni el ascensor, ni en ninguna tienda del barrio. Lo recordaría. Desde que entraste en la sala podría haber votado a favor, bajo la hipnosis, hasta una derrama para tapizar los espacios comunes con cabezas de caza mayor. Algo me decía que lo que estaba pasando, fuera lo fuera, era mutuo, porque ambos intentábamos esquivar nuestras miradas con la misma frecuencia, en ese juego en el que las pupilas salen corriendo para los lados nada más rozarse. La frecuencia fue variando, ralentizándose, hasta que al final de la reunión nos mirábamos fijamente, tanto que todo el mundo empezó a levantarse y tú y yo seguíamos sentados; y mirándonos fijamente. En un momento dado, los dos hicimos un aspaviento como si fuéramos dos futbolistas regateándonos y te perdí de vista. Salí de la sala despidiéndome con adioses rápidos y protocolarios creyendo que todavía te alcanzaría, pero no fue así. Te imaginé escondida tras algún esquinazo para mantener la magia del primer encuentro sin palabras. Y esa sensación la tuve durante días, hasta que un domingo nuestras manos se rozaron intentando coger el mismo periódico en el kiosco. En el primer encuentro fueron los ojos y en el segundo, la piel. Y una caricia aunque sea involuntaria es tan potente como para ser el comienzo de algo. Nos atropellamos el uno al otro con un buenos días que continuó hasta un buenas noches. En medio, descubrí el color de tus ojos, porque en aquella reunión sólo me pude quedar con tu mirada. Confirmé que tú tampoco te habías enterado de nada de la reunión, porque bromeé preguntándote qué te parecía la derrama para tapizar los espacios comunes con cabezas de caza mayor y tu cara de sorpresa fue mayúscula. “Vaya, veo que tú tampoco atendiste demasiado a nuestros nuevos vecinos...”. Ese fue nuestro primer guiño de complicidad. El resto del día se nos pasó volando, contándonos los caminos que nos habían llevado a compartir kiosco. Recuerdo el primer contacto con el olor de tu champú habitual. Recuerdo que tiré la toalla a la lona a las primeras de cambio porque anticipé que tu sonrisa me ganaría siempre por k.o. técnico. Recuerdo tu voz grave, pero dulce y envolvente. Recuerdo tu descaro haciéndome una radiografía mientras que mi descaro hacía lo propio con tu cuerpo. Recuerdo, recuerdo, recuerdos, recuerdos...
Algo parecido a esto, me gustaría recordar cuando te conozca.
Y si alguno de los concursantes me quiere votar, ya sabéis, en cultura:
4 comentarios:
Recuperando relatos y recuperando puestos en los Premios 20Blogs. Ahí llevas mi voto Mariano, ya tienes 3.
A ver si tiras para arriba!
Un abrazo atlético!
Y por cierto, bonito relato que demuestra que incluso en algo tan agreste como una reunión de comunidad de propietarios hay lugar para la magia.
Sigo escribiendo el poema de amor para cuando apararezca.
Salud.
¡Vaya, hombre! Lo que me perdí por no ir a las reuniones de la escalera.
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