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7 de enero de 2010

Madrid hace aguas

Pues fíjate tú, que me he despertado yo hoy con el espíritu cívico en la cresta de la ola. No sé si por la nieve y el frío que me sientan de maravilla o porque tocaba. El caso es que tras sortear varias goteras en el metro de Madrid, perfectamente balizadas por sendos cubos rebosantes de agua, me disponía hoy a contribuir con el bien común y proponer a los blogueros madrileños usuarios de metro que contabilizaran y compartieran conmigo las goteras suburbanas que han visto hoy, con el fin de redactar el censo de las susodichas goteras y poder enviárselo a "metrodemadridinforma" para así facilitarles la tarea que sin duda llevaran a cabo con diligencia, de arreglar los desperfectos a la máxima brevedad posible (yo contribuyo con 3 goteras importantes en el vestíbulo y pasillos de la estación de Valdeacederas). Ya sentado en el vagón, y camino del trabajo, "metrodemadridinforma" ha hecho lo propio, o sea, informar, en concreto de que por incidencia en la línea el servicio no se prestaba con normalidad. El espíritu cívico ha empezado a desvanecerse, ya que el tiempo dedicado a mi desayuno en el bar de Sergio se iba a ver mermado a la mínima expresión.
No importa, ya digo que el frío y la nieve me sientan bien, así que un pelín menos cívico pero todavía en niveles más que aceptables, me he dirigido a la Clandestina. Han caído cuatro gotas mal contadas, constantes en el tiempo, eso sí, pero cuatro gotas. Pues nada, toda la calzada encharcada gracias a todos los charcos que se forman en el pavés irregular de la calle de la Palma. Que digo yo que el día que caiga en Madrid una como las que están cayendo por Andalucía, nos vamos a tener que quedar todas en casita y ya verás tú que risa.
El caso es que los amables conductores, quizás impelidos por el Dakar argentino que se está disputando estos días, han decidido conducir como alma que lleva el diablo, sin importarles los charcos llenos de agua y los transeúntes que intentan caminar sin nadar por las estrechas aceras de este barrio. Sentado en el mostrador de la tienda, estoy asistiendo a un constante concierto de "¡hijodeputa!" cariñosamente dirigido por los peatones empapados a los simpáticos pilotos que, lejos de aminorar la marcha, parecen disfrutar de su capacidad de abrir el mar Rojo a golpe de acelerador y neumático.
A estas horas, mi espíritu cívico se ha ido al carajo. Y me cago en el metro de Madrid por las goteras y las averías, me cago en el ayuntamiento por tener las calles agujeadas y bacheadas y me cago en los conductores a los que les importa una mierda que el suelo esté encharcado y que desde la inmunidad que les concede su chasis se dedican a empapar a la gente con alegría y alborozo.
Lo dicho, que me sienta genial la nieve y el frío.

25 de noviembre de 2009

Otro viaje más, sin más

Ella avanza pensando en sus cosas. Arrastra un carrito improvisado en el que transporta sus aperos de trabajo.
Él la sigue sin correr pero acortando distancias. Lleva el uniforme impoluto, tanto que parece nuevo.
El objetivo de ella es alcanzar el último vagón del metro.
El objetivo de él es alcanzarla a ella.

El metro llega y abre sus puertas.

Ella va a entrar.
Él le da un leve toque por detrás, en el hombro.
Ella se asusta y se da la vuelta.
Él la sonríe para tranquilizarla.
¡Ah, eres tú!
Sí, perdona, pero ya sabes lo que hay.

El metro cierra sus puertas y se va.

Ella y él caminan despacio, charlando amigablemente hacia las escaleras.
Ella se dedica a cantar en los vagones del metro. En su carrito transporta un altavoz, un micrófono y un pequeño mp3 que le pone la orquesta a su voz.
Él es guarda de seguridad en el suburbano de Madrid y no le queda otra que hacer cumplir la normativa. Ambos entienden y aceptan las reglas del juego.

Acostumbrado a los modos toscos diarios que se gastan los uniformados, y siento generalizar pero es que lo veo a menudo, esa sonrisa y esa amabilidad me parecen la mejor de las maneras de ejercer la autoridad.

Yo ya estoy sentado en el vagón. Leo “Estrella distante” de Roberto Bolaño. A mi lado una mujer de unos cuarenta y tantos lee la biblia. Guarda la biblia y saca otro libro del bolso. “Evangelio 2009”. Paradójico choque de contenido y fecha. Enfrente de mí un grafitero con pintas de grafitero practica con lápiz en un cuaderno una firma artística que espero que no estampe en la fachada de mi librería; para variar.

Es sólo eso, un viaje más en metro, de ida o de vuelta, según se mire.

PD. Que nadie pervierta el lenguaje. Querer nunca puede ser sinónimo de agredir. Querer y agredir son antónimos perfectos. Si alguien pretende demostrarnos lo contrario, lo mejor es huir sin permitir que el otro nos inunde con matices.

1 de septiembre de 2009

Calor suburbano

Hacía mucho que no escribía una metrohistoria, pero metrodemadridinforma se empeña en aparecer en mi humilde blog cada poco tiempo. Esta vez la razón es…

Resulta que me dispongo yo a regresar hoy a mi casa después de un largo y duro día de trabajo en
la Clandestina. Hasta aquí, todo normal. Como cada día, libro en mano (ahora estoy con Crematorio, de Rafael Chirbes) procedo a entrar en el metro.
Temperatura exterior a las 20, 30 horas: treinta y tantos, grrr.
Bajo al andén y, por suerte, la temperatura es bastante más agradable. A estas horas en las que muchos salimos del trabajo, la frecuencia de los trenes es insuficiente y enseguida el andén se llena de gente, casi todos con el gesto agotado. Sí, sí, lo sé, hasta ahora no he contado nada que no se sepa.
Llega el tren. Tampoco es que venga, como si hubiera atravesado la tierra, de Tokio, pero me parece que me tocará ir de pie.
Entro en el vagón y un bofetón me recibe. No, no es que alguien haya decidido cumplir a rajatabla el famoso “Dejen salir antes de entrar” a hostia limpia. Me recibe un bofetón de calor, concretamente.
Sorpresita al canto, el aire acondicionado está estropeado o roto, que a efectos corpóreos, es lo mismo. Nada más entrar veo rostros congestionados y huelo la macedonia de sobacos típica de estas horas: sobacos faltos de higiene de por sí, sobacos trabajados en la obra, sobacos equinotroyanos aderezados con desodorante insuficiente o exagerado… Hoy esta mezcla se ve incrementada (para mal) gracias al calor sofocante.
Como puedo, sigo leyendo (como puedo porque estoy de pie, semiaplastado y empezando a sudar a chorros). Por suerte, y sin malas artes, consigo sentarme a la siguiente parada.
El calor dentro del vagón aumenta; o la tolerancia disminuye. No es la primera vez que pasa, pero lo de hoy es insoportable. Se entablan conversaciones solidarias entre desconocidos cagándose en todoloquesemenea (que se menea todo menos el aire).
Un violinista suburbano se corta la carótida con el arco al darse cuenta de que si llevara una nevera con agüitas frescas recaudaría en dos minutos lo mismo que en un par de años arañando las cuerdas.
En la siguiente parada es un músico andino el que se introduce, vía rectal, la quena que se disponía a tocar. Ve desesperado como todo el mundo se abanica como puede con los periódicos gratuitos. “Ya lo decía mi madre, menos vida bohemia y más seguir con el negocio familiar de abanicos”.
Abanico. Soy un afortunado porque mi vecina de asiento porta uno y lo mueve con garbo. Temo por mi vida porque varios pasajeros me miran con envidia, con odio diría yo.
El ambiente sáunico gana en densidad. Tanto que se convoca espontáneamente un concurso de miss y mister camiseta mojada. Multitud de pezones salen a relucir para votar o para ser votados.
Todo el mundo suda. Miro a mi alrededor y constato una vez más que el sudor resbalando por algunos cuerpos es de lo más erótico y, en otros, es de lo más repugnante. Agradezco que en este vagón no haya ningún espejo (e ignoro las miradas que se dirigen a mí y que podrían ejercer como tales).
Aturdido por la mezcla de olores, sudores y vapores casi me salto mi parada. Salgo al andén y una ola de surfista refresca a todos los afortunados que hemos llegado a nuestro destino.
Con otro talante, salgo del metro y camino hasta mi casa. Dado como soy a las reflexiones abzurdas, no pierdo la ocasión para buscar una explicación al calor vagonil:
a) Metrodemadridinforma se une solidariamente a las medidas anticrisis y ha decidido ahorrar energía cortando el aire acondicionado.
b) La Consejería de Sanidad de Madrid pretende acabar con el virus de la gripe A por evaporación.
c) Nuestro querido Ruiz Socavón, alcalde de la cosa, nos somete a un tratamiento adelgazante para preparar nuestros cuerpos para Madrid2016.
d) El metro se ha estropeado una vez más; sin más.

A ver niños y niñas, gritad todos conmigo: ¡la d, la d!

Y todavía hay gente que me pregunta por qué escribí
un libro en el metro y sobre el metro… Pero este es otro cantar que desarrollaré en mi siguiente entrada de autobombo, aviso, que hace tiempo que no me autobombeo, hombrepordios…

12 de mayo de 2009

Metrohistoria (variación autobusística)

Hay ciertos adelantos que de vez en cuando se convierten en atrasos (aunque más de uno pensará que es al revés, que hay ciertos atrasos ladinos que a veces, pocas, se disfrazan de adelantos). Sin más metáforas, en esta ocasión estoy hablando del móvil.
Estar permanentemente localizable es una moneda con cruz y media (o cara y media, que jamás supe cuál es la cal y cuál la arena). Si hubiera tenido móvil hace unos añitos, por ejemplo, mi familia no habría estado un día entero buscándome en las listas de muertos y desaparecidos en la riada de Biescas, mientras que yo triscaba por los Pirineos totalmente ajeno a la tragedia.
¿Podré convenceros de que el móvil puede tener su cara amarga? Por ejemplo, en ciertas circunstancias nuestra intimidad queda desnuda, proporcionalmente con menos ropa a medida que aumenta la cobertura. Un sitio perfecto para compartir una conversación privada es el vagón de metro, gracias al silencio provocado por los asistentes a los conciertos privados de mp3.
Hoy, sin embargo y saliéndome de la rutina, salimos a la superficie y nos montamos en un autobús, que haberlos, haylos.
Nada más subir, avisto un asiento vacío que está detrás de una chica que habla por el móvil. La chica está discutiendo con su madre (¿la pista?, repite “mamá escúchame” todo el rato, habla mirando a la ventana como buscando el rostro de su contrincante en el reflejo y los ademanes son tan bruscos como contenidos, lo que aumentan la potencia del gesto). La chica no habla alto, pero es tan expresiva que la escucharía hasta un sordo; sobre todo un sordo. La conversación fue creciendo en lágrimas hasta llegar al llanto coincidente con el final de la conversación.
Entre que no soy nada cotilla, que estoy medio sordo y que iba trabajando (no recomiendo a nadie corregir textos por la calle, es todo un deporte de riesgo) la verdad es que no me enteré del contenido de la conversación/discusión, ni falta que hace.
Una parada después que yo, se sentó junto a la chica una señora mayor. Me pillaba en diagonal, así que pude ver cómo la miraba de soslayo. Cuando la chica colgó y los lagrimales no eran posibles fuentes sino cascadas, la mujer mayor la toco la mano para tranquilizarla. Empezó una conversación de esas de autobús, “¿vas a la última parada?” Le ofreció un caramelo, y de la forma más natural se pusieron a conversar. La chica hipaba aún pero lloraba menos. La mujer mayor le daba consejos, pero más desde el cariño y la ternura que del paternalismo (perdón, maternalismo, quería decir, que esta palabra también existe aunque la RAE calle). Pasó de la simpatía a la empatía en apenas parada y media. Cuando me bajé charlaban animadamente (que no alegremente).
Quizás la chica necesitara estar en ese preciso momento en medio de un desierto, o simplemente en la soledad de su habitación. O quizás no.
Quizás yo no debería haber escrito esta entrada. O quizás sí.

1 de diciembre de 2008

El guitarrista diestro

Me lo he encontrado en muchos sitios desde hace mucho tiempo (entiéndase como más de diez años, o más). Es un guitarrista diestro (en todas sus acepciones, bueno, más bien en las acepciones 2ª y 3ª de la RAE, porque de matador de toros mucha pinta no tiene y me faltan datos para confirmar las otras). Es un tipo que ha tocado con gente conocida, pero no sabría decir cuál. Sólo sé que le he visto alguna vez en la tele. Normalmente le veo tocando en la calle o en el metro (con el frío de estos días, sus últimas actuaciones han sido suburbanas.
Casi siempre toca canciones de Mark Knopfler. Sin duda una magnífica elección para mostrar sus virtudes recorriendo el mástil. Hoy estaba tocando Going Home (del álbum/película Local Hero).
Me gusta cómo toca; es espectacular cómo toca. Me fascinan los guitarristas que pasean por los trastes sin inmutarse, sin aspavientos, sin ejercicios circenses ni posturitas roqueras. Claro, que el guitarrista diestro se pasa. Es un palo con diez dedos haciendo música. Y si su cuerpo está tieso, su cara está congelada. Parece que le han puesto una careta con una foto fija (foto fija, menuda gilipollez). Mantiene una cara neutra. Si acaso parece aburrido. El contraste es impresionante. Siempre me pregunto cómo puede hacer música tan buena expresando tan poquito con la cara, porque no se limita a dar las notas correctas a una velocidad de vértigo, sino que consigue transmitir.
El caso es que hoy subía yo el último tramo de salida (esta escalera sí que funcionaba, ¡milagro!) y le escuchaba. Suelo abandonar la lectura para mirarle a la vez que le oigo (para disfrutar de esa paradoja de la que os hablo). En medio de un punteo vertiginoso se le ha acercado una pareja de orientales (siempre he sido incapaz de diferenciarlos por países). Le han pedido por gestos si podían sacarle una foto. Así que ella se ha pegado al guitarrista diestro y, mientras él seguía tocando, ella le hacía carantoñas y posaba cual modelo en pasarela.
Quizás la anécdota tendría más sustancia si el guitarrista diestro hubiera permanecido impasible, si su careta rígida no hubiera dejado de serlo, pero se ha reído como un poseso (eso sí, de cuello para abajo seguía siendo un palo con diez dedos haciendo música). Casi nada en la vida es perfecto, ni siquiera las anécdotas (a no ser que te las inventes/maquilles).
Quizás la anécdota no dé para una entrada de blog, pero acostumbrados a fijarnos casi en exclusiva en bombazos informativos (y de los literales), de vez en cuando conviene detenerse en las pequeñas cosas de la vida (ésta es minúscula, nanocosa, diría yo). O no.
ACTUALIZACIÓN BALADÍ BALADÁ (02/12/08)
Se me olvidó decir que el guitarrista diestro estaba ayer tocando en uno de los rincones del metro más solicitados, por lo que el elenco de artistas es de lo más variado.
Hoy había un artista nuevo. Tocaba Kalinka pero en vez de hacerlo con una balalaica, la interpretaba al banjo... ¿Quién dijo guerra fría?

4 de julio de 2008

Miscelánea zurda

Metrohistorias
- Pues qué quieres que te diga, bien mirado aquí se está más fresquito que en la calle, que en la oficina y que en casa, y un día sin aguantar al pelma de mi jefe como que se agradece. Y que Jacinto lidie hoy con las mellizas, que desde que se acabó el cole no hay quien las aguantes –le decía una mujer a otra en el vagón del metro tras escuchar por los altavoces las últimas incidencias técnicas.
- Por causas técnicas se suspende el servicio de aire acondicionado en todas las líneas del metro…
¿Verdad o mentira? Ni lo uno ni lo otro, pero casi. Una exageración que roza la cruda realidad. Ya hay dos líneas interrumpidas por obras (escribo de memoria, pero creo que son la línea 2 y la línea 7 en varios tramos). Pues esta mañana, en el espacio de un cuarto de hora, han anunciado que por causas técnicas se suspendían otros tramos de la línea 4 y de la línea 10. Vamos, toda una aventura eso de llegar a ningún sitio. Habrá que plantearse lo de llevar un kit de supervivencia por si las moscas… Yo hoy he esquivado todos los tramos averiados y he podido abrir la tienda sin retrasos, pero… ¿y mañana?
Descotidianidades (también en el metro)
A la ida, en un largo pasillo, un hombre canta canciones de Serrat. Tiene una voz preciosa y toca la guitarra de maravilla.
A la vuelta, en el mismo largo pasillo, un hombre con cinco dientes aporrea una guitarra y emite sonidos que pretenden formar una melodía. Sin conseguirlo, es obvio.
Entre la ida y la vuelta medió una visita al zulo, mi antigua oficina, para dar una curso de formador de formadores. ¿Tendrá algo que ver la conocida toxicidad del zulo con el cambio de intérprete por perpetrador en el mismo escenario? Como mínimo, da para un relato.
Agradecimientos a la blogosfera
Esta semana se han pasado por La clandestina otras dos blogueras. A principios de semana nos visitó Leo. Jugó al despiste. Entró sin decir nada y se pasó un buen rato indagando por las estanterías. En un momento dado se fue para el mostrador y me dijo: “me llevo éste, y a ver si tienes uno que se llama La tinta azul de la memoria”. En ese momento, y tras carcajadas de nerviosismo enchufé a la presunta cliente con un potente foco de interrogatorios y le rogué que saliera de la clandestinidad. Estuvimos hablando un buen rato sobre su novela, sobre libros, sobre las librerías de barrio…
Ayer, directamente desde Madison, vino
Raquel con sus hermanas (ni una, ni dos, ni tres, ¡que son seis!). Tenía muchísimas ganas de conocer a Raquel, porque el agua salada del Atlántico ha sido un magnífico conductor para crear una magnífica relación. Lo pasamos genial con las seis y, con un poquito de suerte, nos veremos otra vez a finales de agosto antes de que vuelva a cruzar el charco. Y para colmo acabo de ver que nos ha dedicado una entrada, como siempre, con una mezcla de fotos y texto que siempre nos hace viajar con ella.
Y quería aprovechar para agradecer una vez más a todos los blogueros que os habéis pasado por la tienda (no os nombro, que últimamente estoy olvidadizo y no quiero dejarme a ninguno/a en el olvido) y a todos aquellos que vendréis y que, desde la distancia, nos estáis dando tanto apoyo y nos estáis cargando de energía positiva.
Descojonciamiento
Acaban de llamarme a la tienda preguntando por la señora Saketumí, que es el nombre de nuestra empresa. ¿Habrá pensado que era la señora de la casa porque ha leído Saketumí S.L. y ha interpretado que S.L. significa Sus Labores, como antiguamente? (hago constar que digo antiguamente a sabiendas de que por desgracia es algo actual, pero con la esperanza de que deje de serlo).

29 de febrero de 2008

Descotidianidades: Miradas

El metro se ha convertido en mi salón de lectura, ya que cuando llego a casa tengo demasiadas cosas que hacer, y la almohada ya no respeta mis minutos de lectura, como hacía antaño. Es pasar el torno y abrir el libro de turno, y ya no lo cierro hasta que vuelvo a pasar el torno de salida. Bajo las escaleras mecánicas andando y leyendo (corre peligro la vida del artista), recorro los pasillos de los trasbordos leyendo (corre peligro la vida del resto de usuarios del metro) y leo más o menos estáticamente en los vagones, dependiendo de si consigo sentarme o tengo que ejercer de don Tancredo.
A veces, como sucedió ayer, consigo ampliar el salón de lectura. Se tienen que dar una serie de circunstancias: que me apetezca seguir leyendo (obvio), que camine sin prisa, que camine por un trayecto conocido y que haga un tiempo razonable (que no me congele las manos, que no haya demasiado viento para que no se me vuelen las hojas, que no llueva y que haya algo de luz). Los lectores sagaces ya se habrán dado cuenta que me refiero a ir leyendo mientras camino por la calle. Reconozco que no es muy normal y que no está exento de peligros, pero uno es así de zurdo, qué se le va a hacer. Ayer se dieron todas estas circunstancias, que no son pocas, así que “disfruté” de la compañía de Doris Lessing en el metro y durante el trayecto que separa la estación de metro y el lugar donde ensayo con el coro.
Es un arte complicado leer y andar a la vez (más si lo haces por aceras irregulares, empedradas, con sucesivos alcorques que son peores que las trampas para osos, farolas (algún día contaré cómo impacté con una con tal contundencia que aún seguimos temblando ella y yo), pasos de cebra...). Hay que repartir la mirada entre las líneas del libro y la acera con una frecuencia que dificulta la concentración, pero yo ya soy un maestro en la lectura andante y no pierdo el hilo del argumento ni pierdo el paso. Y claro, de tanto levantar la vista, pues me encontré no pocas miradas de sorpresa y unas cuantas risitas, lo que hizo que tuviera que repartir mi mirada entre el libro, la acera y mi bragueta que, por cierto, estaba bajada aunque a salvo bajo el parapeto del abrigo. Comprendo que es raro andar por la calle y leer, pero tampoco es para tanto. También es cierto que no toda la marea humana se dedicaba a mirarme, ni bien ni mal. Simplemente es que yo estaba algo susceptible con el tema de las miradas.
Retrocedamos en el tiempo unos veinte minutos, justo cuando entré en un vagón de la línea 6, la línea gris, vamos, la circular. Entré leyendo, huelga decirlo, y husmeando un hueco libre en el que sentarme con la Lessing. Para variar (ironía), el vagón parecía una lata de sardinas. Para variar (sin ironía), vi que había un asiento libre (aclaro que era un vagón de asientos corridos en grupos de cuatro), y me dispuse a ocuparlo. Al dirigirme a él comprendí la razón. Los dos asientos del centro los ocupaban una pareja (chico-chica) que estaban durmiendo (no dormitando, sino profundamente durmiendo), apoyados el uno en el otro, casi abrazados. No me gusta etiquetar a la gente, pero en este caso es necesario para entender la historia. Probablemente era una pareja de drogodependientes. Veo muchas en la línea que lleva a mi casa (curiosamente veo más parejas que personas solas). Antes iban a algún poblado a comprar droga. Ahora algunos siguen yendo aunque están desmantelados, porque por la zona se sigue pudiendo comprar y porque hay algún centro de atención a drogodependientes.
Me senté y me puse a leer. Al menos lo intenté, pero me fue difícil. Notaba miradas que se clavaban cerca de mí, que me esquivaban por escasos centímetros para dar en la diana, en la pareja. Se mezclaban miradas de desprecio, de reprobación, de lástima, con alguna rápida de indiferencia.
A la siguiente parada se levantó la chica que ocupaba el asiento del extremo. A pesar de que había bastante gente de pie, tardó en decidirse otra chica, que finalmente ocupó ese asiento. La gente miraba ese asiento vacío como si estuviera apestado. Miraban ese asiento como miraban a esa pareja que intentaba descansar, gracias al dios de los ateos, ajenos al juicio al que estaban siendo sometidos, aunque mucho me temo que ya estaban más que acostumbrados a ser juzgados. He de decir que estos chicos iban bien vestidos, más o menos limpios. Algo olían sí, pero no peor que mucha de la gente que hacina el metro con su olor a eau de sobac. Se les veía débiles y flacos, eso sí, enfermos me atrevería a decir.
De todos los miembros del jurado, me llamó la atención especialmente un señor de unos sesenta años, impecablemente vestido, de esos que al sentarse se remanga cuidadosa y lentamente las perneras de los pantalones para que se le arruguen lo menos posible. Les echó una bronca descomunal sin abrir la boca, simplemente con una mirada inquisitorial que heló el espacio que mediaba entre él y ellos.
No me gustan las miradas de lástima (aunque las entiendo porque es complicado no sentir lástima cuando ves que una persona sufre) y mucho menos las de reprobación, porque me parecen producto o de una empatía muy mal entendida o de una falta de empatía total y militante. Las miradas de desprecio gratuitas directamente las repudio, sin más.
No me gusta juzgar a las personas a bote pronto (ni a la pareja ni a los que les miraban), así que acto seguido, pensé cómo les había mirado yo. Yo también les miré con lástima, lo reconozco. Hago cosas que no me gustan casi a diario. Pero también les miré con ternura. Descansaban plácidamente, y lo hacían abrazados de una manera que sólo lo hacen las personas que se quieren, que se necesitan, que se protegen mutuamente. Desgraciadamente no alcancé a ver, no digo que no las hubiera, más miradas de ternura en todo el vagón.
Siempre que escribo este tipo de entradas me siento algo hipócrita, siento que estoy dando lecciones a quien no las necesita (en realidad sólo pretendo reflexionar para aprender yo) y me entran unas ganas terribles de justificarme con aquella frase del maestro Sabina: a mí las moralinas me hacen vomitar.

5 de febrero de 2008

Bajar por la escalera de piedra

¡Qué gran novedad!: las escaleras mecánicas del metro Herrera Oria otra vez estropeadas... Ayer ya no funcionaban y lo novedoso es que hoy ya estuvieran arregladas. Es mi decimonona entrada sobre las escaleras mecánicas estropeadas de Herrera Oria (en la última, contaba como un chico con parálisis cerebral se tenía que poner su traje de superhombre para poder descender a las catacumbas del metro). Ayer, cuando volvía de trabajar, una mujer y un hombre (y yo qué sé si eran pareja, padres ambos del mismo niño, o madre y samaritano o padre y samaritana), descendieron ese Everest de escaleras con el carrito de un bebé como si fuera un paso de semana santa. Ya sé que no se ha inventado la máquina que no se estropee, pero vamos, que digo yo que todo lo que sube baja y todo lo que se estropea se arregla. Y todavía hay quien me discute que las infraestructuras madrileñas son un desastre...
Ya digo que no es una novedad que se estropee, por desgracia. La novedad esta vez ha venido en el cartel de aviso. En vez del manido: “Escalera mecánica de bajada estropeada”, hoy había otro mucho más bonito “Bajar por la escalera de piedra” (inmediatamente he buscado la escalera de madera, la barra de bombero, el tobogán, el ascensor ultrasónico, la liana con sus nudos para descender con seguridad, el transportador de materias...). Creo que no lo he soñado, aunque mi sensación esta mañana es que mi sonambulismo ha alcanzado cotas tales de perfección que, aún dormido, he conseguido levantarme, ducharme, afeitarme, desayunar, coger el metro, leer unas cuantas páginas de El Abrecartas de Vicente Molina Foix (que recomiendo encarecidamente) y sentar mi culo en el zulo sin haber despertado del todo, circunstancia que creo que se nota perfectamente en cada línea de esta entrada.
Y el caso es que no quería hablar ni de las escaleras del metro, ni del cartel de “bajar por la escalera de piedra” (lo que yo te diga). Cuando lo he leído, y bajando ya por la roca escalonada cual aguerrido montañero, he pensado cuántas personas habrán leído el cartel y cuántas de ellas se habrán percatado de lo que ponía. Y para colmo de los colmos, quién se habrá sorprendido de ésta descotidianidad. Y también he empezado a desbarrar y me ha dado por pensar en posibles carteles para darle literatura a la avería: “Bajar por la escalera de naturaleza estática”, “Bajar por la escalera de aspecto marmóreo y probado estatismo” (incluso podría recurrirse a pareados estilográficos del tipo: “Por avería de la escalera mecánica, descender a pie por la estática”). Bueno, qué queréis, es que al contrario que a otras personas, a mí no me da miedo a hablar conmigo mismo y lo practico demasiado a menudo...
Y ahí no ha acabado la cosa. He abierto un debate interno sobre por qué me fijo yo en estas cosas, si por mi oficio de corrector o por la herencia. No, herencia económica no, el que me quiera que lo haga por mi físico hercúleo, que soy un escritor bohemio, pobretón y, para más INRI, zurdo. Me refiero a herencia de costumbres, porque mi abuela iba radiando todos los carteles que veía por la calle: Zapatería Alonso y Dori, Pescadería el pescado fresco, Se alquila, razón en portería... Menuda era, no se le escapaba ni la letra pequeña a sus noventa años. Esta opción es la más romántica, pero la realidad es que mi profesión de corrector hace que me haya convertido en un detector impenitente de faltas de ortografía, erratas y tonterías varias en libros, periódicos, prospectos, publicidades, anuncios de la tele, rótulos, carteles de hombres-anuncio, camisetas... Todo aquello que tenga letras se cuela sin permiso hasta mis retinas, y de ahí hasta mi diccionario cerebral, activando una molesta sirena con sonido de chicharra y más luces que la feria de Sevilla, sirena que interrumpe la actividad que estuviera desarrollando. Un asquito, la verdad. Leo una novela, y me hacen la zancadilla las patadas al diccionario, los esguinces de teclado y las maquetaciones picasianas (hace poco leí una de Seix Barral y estuve a puntito de encadenarme en la puerta de la editorial hasta que no me devolvieran el dinero).
Pero mi lucha preferida es con El País digital. La versión celulítica (perdón, perdón, que últimamente pasó por el quirófano, quería decir la versión celulósica) ya tiene sus buenas dosis de errores ortotipográficos y de maquetación, pero la naturaleza urgente de las ediciones digitales hace que los errores se multipliquen. No sé en otros diarios, pero El País tiene habilitada una herramienta en todas las noticias para que los lectores puedan enviar las correcciones que detecten. Al principio hasta me hacía gracia, pero dejé de utilizarla cuando los errores eran recurrentes y diarios y, lo más grave, que muchas veces no los rectificaban. Que contraten correctores profesionales si quieren mejorar el producto, vamos, digo yo, aunque por desgracia la mejora se mida casi en exclusiva por las ventas o el número de visitas.
Ayer, sin ir más lejos, leí este bonito titular: Muchos eslóganes, un sólo partido. Directamente mandé un correo electrónico a la redacción, correo que muy amablemente ponen a disposición de los lectores. El titular no lo rectificaron (por lo menos hasta por la noche, después no sé porque tengo la fea costumbre de dormirme), lo que significa que nadie se dio cuenta (ya ni hablamos de mi correo).
Habrá quien piense que soy un exagerado, que por un acento no pasa nada, que el mensaje se entiende. Puede ser. No lo discuto. Bueno sí, sí lo discuto, qué leches. Si los profesionales de la redacción y la edición se permiten cierto relajo, ¿cómo vamos a pretender que haya un cierto cuidado del lenguaje por parte de los usuarios de a pie, por no mencionar a los que están en la fase de aprenderlo y consolidarlo? ¿Cómo puedo yo convencer, por ejemplo, a mi amigo J., ingeniero de pro, de que los mails que manda en su trabajo son auténticas bombas dispuestas a dinamitar la comunicación cuando a diario nos acostumbran a lo contrario? Y lo más importante, ¿estaré enfermo? ¿Esto tiene cura, doctor?
Joder, me acabo de despertar. Soñé que estaba escribiendo sobre una escalera de piedra y ahora me encuentro divagando sobre el sólo y el solo. Definitivamente tengo que volver a las terapias grupales de Correctores Anónimos...

8 de enero de 2008

Reflexiones zurdas y absurdas sobre libros

Los pilares de la tierra hicieron mucho daño al concepto “libro de bolsillo” y a los gimnasios, ya que leer a pulso ese mamotreto entre los empujones de los demás pasajeros y el traqueteo de los trenes, metros o autobuses hizo aumentar la masa muscular de los brazos de los seguidores de Ken Follet de una manera considerable. Uno de los best seller de estas navidades es la segunda parte de aquellos pilares. La pregunta es, ¿podrá Un mundo sin fin (igual de mamotrético) luchar contra los periódicos gratuitos y los mp3? De momento, hoy no. En una macroencuesta realizada en el vagón de metro en el que he venido a trabajar no había ni un solo lector de esta novela. He contabilizado a un lector de un libro de la saga de El clan del oso cavernario, una lectora con un OLNI (Objeto Literario No Identificado), a mi menda lerenda leyendo El Mundo de Millás y sanseacabó. El resto o dormitaban, o leían periódicos gratuitos o dormitaban haciendo que leían periódicos gratuitos. Ah, y dos chicas jotía se contaban aventuras navideñas.

Millás en su última novela con forma de biografía cuenta cómo se enamoró en la adolescencia temprana de una chica zurda y que intentó ser zurdo por unos días y que una de sus obsesiones era escribir una novela zurda... No contaré más por si alguno se anima a leerlo a pesar de ser un premio ultracomercial planetario y millonario. Hace tiempo a alguien cercano se le fue la pinza (pero mucho) y me dijo que mi prosa le recordaba a la de Millás (más gracia tiene que por aquel entonces yo de Millás sólo había leído artículos periodísticos). Ahora estoy por escribir un ensayo de literatura comparada: Millás y la novela zurda versus Vega y la literazurda.

La tinta azul de la memoria
ha cruzado el Atlántico hace poquísimas fechas gracias a los reyes magos de la blogosfera. Sigo alucinando con esto de Internet. Sin el blog me hubieran leído en Madrid y mis amigos exiliados. Con el blog la tinta ha fluido desde el kilómetro cero hasta casi todas las costas peninsulares (y varios países de Europa, añado). ¿Es o no es para alucinar y de agradecer?

Baltasar y un libro son dos conceptos inseparables para mí. Cuando de pequeño les decía a mis compañeros de clase que había pedido libros a los reyes magos me miraban como diciendo “no me extraña que lleves gafas y seas zurdo”. Nunca me di por aludido y me dediqué a viajar por y con los libros. Este año, como he sido bueno, viajaré con Millás (ya lo estoy haciendo), Molina Foix, Muñoz Molina e investigaré para mi futura novela con dos preciosos libros sobre Madrid y una novela de viejo que se cae a cachos sobre la posguerra en la capital.

Siempre he pensado que mucha gente no lee porque no ha descubierto que un libro es más que un amasijo de hojas garabateadas cosidas y encoladas. Un día el libro deja de ser un compartimiento estanco para convertirse en una enorme puerta abierta al campo con un avión con los motores encendidos esperándote para viajar. Mi sobrina lo ha descubierto estas navidades después de un año protestando porque tenía que leer. Todavía la tele es una dura competencia, pero estos días jugar y leer son casi la misma cosa para ella. Como para mí jugar y escribir.

5 de diciembre de 2007

¡Arreglen las escaleras mecánicas!

Hoy tampoco funcionaba la escalera mecánica de bajada del Metro. Por tercer día consecutivo. Por enésimo día discontinuo. Delante de mí, bajaba una señora mayor y gruesa. Escalón por escalón. Como si cada uno fuera una escalera completa. Trasladando de uno a otro su pesado cuerpo con mucha cautela, como si estuviera bajando de la cima del Aconcagua con zapatos de plataforma. Con la plataforma desgastada. Su marido la esperaba abajo con gesto enfurruñado. No he sabido interpretar si estaba enfado por la lentitud en el descenso de su señora esposa, o si el cabreo era por ver a su mujer sufriendo a las penurias diarias a las que ya nos tienen tristemente acostumbrados. Por lo que se ve, los presupuestos del Metro no contemplan el impacto de los fallos de sus instalaciones en el día a día de las personas mayores y de las personas con movilidad reducida. Coincido casi todas las mañanas con un chico que tiene parálisis cerebral y para él, bajar a pie, ya no es bajar el Aconcagua, sino subir por la pendiente de Sísifo pero cuesta abajo.
Como decía, he bajado detrás de una señora mayor. Y me he acordado de la yaya Pili. No es extraño, porque me acuerdo mucho de la yaya Pili, y eso que hace ya años que ya me falta. Y del yayo Julio que murió cuando tenía yo 6 años, demasiado poco tiempo para disfrutar de él, pero suficiente como para guardarlo en un rincón privilegiado de la memoria y dedicarle el comienzo de mi siguiente novela. Mi abuelilla no cogió apenas el metro desde que cumplió sus lozanos ochenta. Estaba mal de la cadera, y para ella era casi misión imposible pasar en décimas de segundo, y en escasos centímetros de espacio, de la realidad estática del suelo al vertiginoso ritmo de las cuchillas cortantes que suponen los escalones mecánicos para alguien de andares torpes. Se quedaba quieta al borde de la escalera, adelantando y retrocediendo su pie vacilante como si caminara en el filo del precipicio y temiera apoyarse en toneladas de vacío. Se apoyaba en mí o en quien la acompañara y al final lo conseguía. Yo creo que hasta cerraba los ojos para no verlo, como si se lanzara en paracaídas desde un avión en llamas. Y quedaba el final de la aventura: bajarse en marcha de la escalera mecánica. Y aunque físicamente era todavía más difícil, por aquello de la deceleración de los cuerpos y de que los frenazos bruscos para ella eran como si un luchador de thai le diera una potente patada circular en su maltrecha cadera, todo quedaba facilitado por el nulo margen de decisión. La duda es la que nos paraliza, el grado de incertidumbre es el que nos convierte en flanes cimbreantes. Podía decidir no subir a la escalera si en un momento dado no se atrevía, pero una vez decidido y subida, no podía decidir bajar o no bajar. No le quedaba otra que intentar hacerlo con el menor daño posible. E imaginad que lo malo de entrar en el metro es que tenía que salir. Una aventura con más partes que las de Indiana Jones.
Pero para la yaya Pili todavía era peor que se estropearan las escaleras mecánicas, porque bajar andando no era improbable, era imposible.

Y sí, esto es una protesta en toda regla. Una pataleta matinal. Es una queja amarga hacia los poderes públicos madrileños. La Comunidad de Madrid es una máquina de privatizar servicios. Por parte de la señora Esperanza Aguirre, porque entra de lleno en su filosofía político-económica, filosofía entroncada con la virtud de enriquecer y favorecer a empresarios de su entorno. ¿La última? “Recomendar” a los colegios la compra de banderas de España a una de las empresas más caras de las que entraron en concurso. Por parte del señor Alberto Ruiz Gallardón, ese gran tocomocho que según parece encandila con sus buenas formas, por lo mismo y porque basa su éxito en el despilfarro presupuestario que dejó las arcas de las consejerías tiritando y que está llevando las arcas de las concejalías por el mismo camino. La maravillosa M-30, su buque insignia, va a repercutir en el día a día de los madrileños durante décadas. Para financiar una obra que se ha encarecido de forma salvaje (y que ha pasado a demasiadas manos privadas por la incapacidad de hacer frente a la realidad que maquillaron en el primer presupuesto) el alcalde está privatizando todo lo que se menea. ¿Un ejemplo? Los servicios de limpieza. ¿Consecuencias? Algunos barrios de Madrid son una auténtica pocilga, con la colaboración inestimable de los vecinos, claro está.
El Metro, responsabilidad compartida por todo el consorcio de transporte, es uno de los mayores agredidos. Se han reducido el número de revisiones técnicas y cualquier usuario lo puede constatar con averías y retrasos diarios.
¿Lo más grave? Que tras estas decisiones políticas que empeoran los servicios, están las personas que tienen que utilizarlos. Como la señora mayor y gruesa de esta mañana. Como el chico con parálisis cerebral de todas las mañanas. Como la yaya Pili.
¡Arreglen las escaleras mecánicas de Herrera Oria!
¡Arreglen todas!