Micaela jamás quiso utilizar bastón. Y no sería por falta de
ellos. Su casa parecía un museo con todos los que le habían regalado hijos,
nietos y sobrinos empeñados en que le vendría bien apoyarse en uno, ignorando
las razones que ella esgrimía para caminar sin su ayuda.
Si uno se molestaba en escuchar a Micaela en vez de llamarla
vieja testaruda, enseguida entendía por qué no quería utilizar bastón y que
prefería que le regalaran caramelos de violeta, su verdadero vicio.
Micaela defendía que cada grado de curvatura de su espalda
era fruto del peso de la vida, que cada día agrega un gramo a la mochila. Y
explicaba que era lógico acabar mirando al suelo, ya que su experiencia le
había demostrado que la respuesta a casi todo está cerquita de nuestros pies,
donde pisamos. Añadía que andar despacio era un regalo, no un castigo. Los días
son tan largos, decía Micaela, que llegar demasiado pronto a los sitios me
agobia, porque tengo que buscar más objetivos y, yo ya, con uno al día, tengo más
que suficiente.
Micaela desapareció hace un par de días. El vecino del cuarto dice que la vio salir
rodando calle abajo, pero nadie le cree porque se levanta más borracho de lo
que se acuesta. Nadie le cree como casi nadie se paraba a escuchar a Micaela.
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