29 de junio de 2011

En modo menor

Tras horas sentado al piano, sin tocar una tecla y sin escribir una sola nota, el compositor hace gurruños con cada una de las partituras inmaculadas. Armado con todas las bolas de papel se sienta en el sillón de pensar. Una a una encesta todas en una papelera que está a tres metros y medio del sillón. Siempre tuvo una magnífica muñeca. Sólo su metro sesenta y cinco y la tradición familiar le alejaron de la canasta.
            El último gurruño choca con el borde de la papelera e, inventándose una parábola imposible, se precipita al vacío por la ventana entreabierta. El compositor no se asoma. Ni siquiera se levanta. Piensa que ese papel por muy compacto que esté no podrá descalabrar a ningún transeúnte aunque caerá catorce pisos. Si se hubiera levantado, estaría viendo en la distancia cómo la partitura arrugada ha caído a los pies de una joven que ahora mira hacia arriba. Probablemente para ver si caen más. Una vez que constata que no ha sido lluvia sino anécdota, la joven se agacha, coge el gurruño y lo alisa. Una partitura sin utilizar. A punto está de tirarla a la basura como si a sus pies hubiera caído una publicidad de comida china a domicilio, pero en el último momento se lo piensa mejor, dobla la partitura en cuatro y la mete en el bolso, prosiguiendo su regreso a casa.
            Catorce alturas más arriba el compositor corre al piano porque se le ha ocurrido una melodía. Ya sentado frente a él se acaba de dar cuenta de que ha arrugado todas las partituras que tenía en casa. Tiene folios en blanco, sí, pero es incapaz de componer sobre papel sin pautar o sobre partituras que no estén en perfecto estado. Aun así va a la papelera para rescatar una de las bolas porque la melodía es realmente buena. Pero no tan buena como para romper su manía más cuidada, piensa. Recoge todas las bolas y regresa al sillón de pensar. Vuelve a lanzar los gurruños a la papelera. Esta vez no consigue encestar ni uno. Tararea una y otra vez la melodía para no olvidarla, pero con cada tarareo introduce variaciones imposibles de recordar. Sin gran pena, renuncia a este amago de composición.
            La joven llega a casa. Cuelga el bolso. Se quita la ropa. Se ducha y cena. Como cada noche se sienta a escribir. Lleva semanas descartando comienzos para su próxima novela. La papelera rebosa abortos, que no son sino una pequeña representación de los que ya ocupan el contenedor de reciclaje de la esquina. Un folio en blanco le reta sin que ella encuentre recursos para aceptar el envite. De repente recuerda la partitura que cayó del cielo. Se levanta, abre el bolso y recupera la hoja arrugada, alisada y doblada en cuatro. Por qué no, decide. Se sienta, coge el bolígrafo y comienza a escribir sobre la partitura. Como de la nada, el comienzo de la novela surge sobre las cinco líneas del pentagrama:

Tras horas sentado al piano, sin tocar una tecla y sin escribir una sola nota, el compositor hace gurruños con cada una de las partituras inmaculadas. Armado con todas las bolas de papel se sienta en el sillón de pensar. Una a una encesta todas en una papelera que está a tres metros y medio del sillón. Siempre tuvo una magnífica muñeca. Sólo su metro sesenta y cinco y la tradición familiar le alejaron de la canasta.

Son pocas líneas, sí, pero se levanta satisfecha tras tantos días de sequía. La noche es calurosa y se asoma al pequeño balcón. Si la joven mirara a su derecha, vería, a su misma altura, a un compositor tirando partituras arrugadas a la calle. Si él mirara a la izquierda, vería a una joven con los ojos clavados en el suelo viendo gurruños pautados rebotar en la acera.
Si ambos se hubieran mirado quizás ahora mismo no estarían saltando los dos al vacío y en paralelo.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Quién mejor que la literatura para reflejar estos espejos casuales que la mayoría de veces quedan ocultos tras lo cotidiano. Y que, además, intuyo cada vez con más convicción son los que tejen los argumentos de todas nuestras historias.

Susan Urich Manrique dijo...

Joder, yo también tengo un sillón, y se llama así: sillón de pensar; cojea al mecerse, está muy viejo. El texto me gusta, y en general, lo que escribes me gusta. Tienes una sensibilidad muy nutrida. Un saludo.

Miguel Pasquau dijo...

El final (los dos últimos renglones) no me gusta. No era necesario ese punto de cierre. "No ha sido lluvia, sino anécdota": eso me ha gustado.

Belén dijo...

Vaya, cuestión de segundos lo de vivir y morir...

Besicos

Blanca Miosi dijo...

Un magnífico cuento. Pero lo del salto al vacío no me termina de gustar. No había motivo. Ella ya no tenía sequía de ideas, él... ¿se suicida porque no encuentra la partitura que arrojó?

Saludos!
Blanca

Miss Probeta dijo...

Me ha gustado mucho, pero me parece que habría estado mucho mejor si hubiera terminado uno o dos párrafos antes. Con esperanza. La sequía de uno hidratando la inspiración de la otra. ¿Qué te parece?

Un abrazo!